Comentario
A pesar de lo escueto que se presenta el panorama de la plástica escultórica entre los pueblos de cultura celtibérica, desde antiguo (ya en el siglo XVI Gil González Dávila hizo el primer inventario) se ha conocido y valorado un tipo de manifestación bien singular: los verracos. Es tal su idiosincrasia que se ha conocido tradicionalmente como cultura de los verracos. Dicha plástica zoomorfa responde a estos rasgos comunes: labra en granito, postura erguida o ligeramente adelantada, traza muy tosca donde apenas se aprecian los caracteres anatómicos propios de la especie, sexo masculino y cierto genitalismo. En líneas generales unas esculturas que responden con claridad a unos caracteres de simplicidad en las formas, geometrismo en los volúmenes y una tendencia a la abstracción, genéricos por lo demás a toda manifestación artística de los pueblos de cultura celtibérica.
Su área de dispersión coincide en líneas generales con la región ocupada por el grupo de los vettones, no sobrepasando hacia el Este la línea de los ríos Eresma y Alberche, con una importante prolongación en las regiones portuguesas de Beira Alta y Trás-os-Montes. Salamanca y Avila son las provincias con un mayor número de ejemplares, y Guisando el conjunto más representativo.Los tipos básicos que se han destacado haciendo mención a la especie son dos: toros y cerdos, aunque cuando los detalles lo permiten, también se diferencia el jabalí. Abundando aún más en sus detalles tipológicos, se tienen en cuenta elementos técnicos como los planos a que se circunscribe la talla del animal, las basas y soportes de sustentación (ligero, semiligero y macizo), o bien la actitud manifestada en su postura. En función de este último rasgo, y refiriéndose sólo a los cerdos, Blanco distingue un grupo en actitud de acometida, otro de reposo, y uno final con caracteres de individualización.
Quizás sea bueno explicitar todos estos caracteres describiendo una de las piezas que a nosotros más nos atraen, el verraco que en la actualidad se localiza en la plaza de Calvo Sotelo, de Ávila. Se trata ahora sin duda de un cerdo o jabalí, procedente del castro de Las Cogotas y por tanto de cronología prerromana, con basa y un pedestal semiligero, en el que las patas del animal aún no han conseguido despegarse del bloque de granito que forma cada uno de sus cuartos. Da la impresión de que el artesano no ha sabido o no se ha atrevido a desvincular completamente sus extremidades de la propia materia física de que se sirve. Dado su buen estado de conservación, es posible reconocer en él una cabeza donde se aprecian con claridad orejas, carrilladas y hocico, mientras que el marcado espinazo se prolonga en arco hasta rematarse en un rabo enroscado. Conserva asimismo sobre el dorso cuatro pequeñas cazoletas, seguramente provistas de alguna función ritual. Tanto sus patas anteriores como posteriores llevan bien marcados antebrazos, pezuñas y corvejones. En fin, tampoco le falta a este verraco abulense algo tan habitual en todos sus congéneres como son testículos y pene. Elementos todos ellos interpretados con notable dosis de abstracción y simplicidad, pero eso sí cargados de un evidente simbolismo.
De todos modos, aún persisten problemas tan debatidos como el de su origen. Al respecto hoy parece comúnmente aceptada la posición esgrimida por Maluquer de Motes, que ve un influjo de las representaciones zoomorfas ibéricas de significado funerario, avalado por el importante hallazgo de un cerdo en Madrigalejo, al sur de Cáceres y no lejos del Guadiana, cuyos caracteres de estilo quedarían a medio camino entre nuestros verracos y los leones tipo Baena. El hecho vendría a reforzar, en opinión de Martín Valls, la constancia de las relaciones entre las tierras meseteñas occidentales y el área ibero-turdetana, con la llegada de elementos de cultura ibérica, a través del viejo camino tartésico conocido con posterioridad como Calzada de la Plata. De todos modos es indudable que aunque haya que rastrear su origen formal en la plástica ibérica estamos ante una interpretación artística de una calidad inferior, donde el naturalismo queda en muy segundo plano para evidenciar un gusto estético cargado de matices, tan peculiar en estos pueblos de la Meseta.
Otros aspectos como la cronología y la finalidad de los verracos han sido los de mayor controversia. En cuanto a esta última las posiciones desde los primeros estudiosos se mantienen encontradas: expresión del culto egipcio de Osiris y Apis en la Península, hitos o mojones terminales del territorio de un pueblo, marcadores de las rutas de trashumancia, zoolátrica, funeraria... Su localización habitual fuera del propio contexto arqueológico hace esta tarea más difícil, si bien contamos con la presencia in situ de algunos ejemplares que conducen a posiciones contrapuestas. Por ejemplo los tres ejemplares de Las Cogotas ubicados a la entrada del castro y en menor medida los cinco de Chamartín de la Sierra radicados en un posible encerradero abogan, aunque no carente de dificultades, como en su día ya apuntó Cabré, por una finalidad no funeraria relacionada con la protección y favorecedora de la reproducción de la ganadería, la principal fuente de riqueza de estos grupos prerromanos occidentales.
Sin embargo, también ha sido defendida con fuerza por autores como López Monteagudo, F. Hernández y, sobre todo, por Blanco la finalidad funeraria de los verracos basándose en la existencia de inscripciones latinas en algunos y en su utilización a modo de cupae o estelas, tomando como importante punto de apoyo el hallazgo de Martiherrero, fechado a finales del siglo II d. C., cuando ya el impacto de la romanización parece haber cambiado algunas costumbres rituales o religiosas en estas tierras.
A tenor de las propuestas expresadas, a nuestro modo de ver al día de hoy parece plausible pensar en una invalidad no funeraria, mágico-protectora para las esculturas realizadas en la etapa prerromana (V-II a. C.), y una funeraria para los de época romana (Martiherrero, II-III d. C.), pudiendo incluso reaprovecharse ejemplares prerromanos a los cuales se les añadirían epígrafes latinos. Sin embargo, el hallazgo de Picote, en la región portuguesa de Trás-os-Montes, interpretado como un culto al ídolo, haría pensar en la ya citada finalidad apotropaica, perdurando por tanto en ciertos casos la simbología del periodo romano.